Esa noche el campanario de la
iglesia sonó y toda la gente se marchó, quedando sólo yo, lista para limpiar y
ordenar.
-Luego lléveme las llaves- Me
dijo el sacerdote.
Comencé por el piano, se veía
tan tentador. Hacía mucho que no tocaba, desde que el amor de mi vida había
muerto, no quise tocar una sonata más.
Lo dejé abierto porque amaba
contemplar sus teclas y recordar viejos tiempos.
Proseguí la limpieza por los
bancos, luego el altar, los pisos, los baños… Estaba agotada.
Me tocaba el confesionario,
pero me senté dentro a descansar.
Mis ojos se cerraban, pero
sabía que debía mantenerme despierta hasta que todo estuviera en perfectas
condiciones para el día siguiente.
Misteriosamente, las teclas
del piano comenzaron a sonar, yo me asusté. Luego creí que era uno de los
muchachos del coro que había entrado a ensayar, así que me tranquilicé. En el
momento en el que me estaba tranquilizando, comencé a escuchar un sonido
proveniente del piano que no pertenecía a ninguna canción de la iglesia.
La sangre se me congeló, el
corazón me latía desenfrenadamente como si fuera a salirse de mí, mis nervios
no dejaban moverme, pero de hecho lo hice. Di un paso para asomarme y ahí lo
vi.
En el piano sentado estaba él.
Mi marido, tocando una vez más el Vals de Amelie de Yann Tiersen con el que nos
habíamos conocido, sólo para mí, mirándome con esa sonrisa pícara que solía
hacerme.
Comencé a llorar emocionándome
por la bella interpretación que él hacía.
-Dije que vendría a visitarte. No habré sido el mejor marido,
pero querida mía, lo que te amo excede el límite entre la vida y la muerte- No
dejó que yo hablara –Silencio, ¿me permitirías bailar esta pieza?-
Tomó mi mano y mientras el
piano se encargaba de deleitarnos, bailamos al compás de nuestro vals.
Me besó, la música finalizó y
él desapareció.
Desperté en el confesionario
dónde me había quedado dormida, empapada en lágrimas continué limpiando.